El inspector bermejo, tomó su auto marrón descolorido, Un
volvo del año 90 que le había comprado a su cuñado (Un estraperlista, golfo, y
vividor), y se dirigió al escenario del crimen.
Mientras conducía repasaba la noche que había tenido, con
una puta barata que conoció en un bar de
mala muerte en la calle Montera. Bermejo tenía tendencia a la auto compasión. En
este caso se sentía sucio, vulgar, chabacano: “Un tío que ha estado en la
guardia real tiene una clase especial, una elegancia que no la tiene cualquiera”,
solía repetirse a sí mismo.
Desde que su mujer le dejó por un bailarín cubano que
conoció en La habana, a Bermejo se le había derrumbado su vida: La buena de Laura,
la mujer perfecta, la envidiada esposa, bella, sumisa, y servicial, se perdió
en los brazos de un nativo que le puso el muslo en la entrepierna mientras bailaba
con ella a ritmo de Bebo Valdés, en un viaje a Cuba en el año 2000.
Eso lo tenía en mente. Fue Diego Bermejo el que insistió a su
abnegada mujer en hacer ese viaje. Sin conocer la amargura silenciosa en la que
vivía su perfecta esclava. Ella se sentía sola, muy sola, echaba tanto de menos
poder hablar con alguien, poder tocar a alguien, poder sentir su piel, su
tacto, su corazón, tenía ansia de piel, hambre de muchos años de sequia
emocional.
Pero el inspector no tenía ni idea de sus sentimientos, de
sus necesidades sin cubrir, de las
carencias afectivas que tenía la dama. “Yo pensaba que era feliz, nunca se me
ocurrió preguntarle”, se reprochaba Bermejo, pero en realidad había sido su obtusa mirada
la fuente de la desesperación de su mujer. Laura pensaba en silencio: ¿Cómo no
puede darse cuenta que no siento nada?, ¿Cómo no puede ser consciente de mis
lágrimas en las tardes de Domingo mientras el no para de ver la televisión?.
Tenía una marcada incapacidad para reconocer los
sentimientos de su esposa y los suyos propios. Hacer el amor para él era una
cuestión mecánica de diez minutos, con ausencia de caricias, besos, sin perder
el tiempo en preliminares. Las muestras de cariño y de pasión le hacían
sentirse avergonzado, débil, desprotegido. Había aprendido desde pequeño a no
emocionarse por nada, a que las emociones le hacían vulnerable.
Laura, que había conocido a la madre del inspector, pensaba
que Diego era igual que ella. Siempre tan aséptica, tan lesiva, tan implacable
en las críticas. Nunca les daba besos a sus hijos, nunca les mostraba su amor,
pero para Dña. Clara mostrar sus sentimientos era algo prohibido: tocarse,
hablar de cómo nos emocionamos, son muestras de flojera, para que los demás se
aprovechen y puedan usarlo en nuestra contra, espetaba a su marido, que era
completamente opuesto a ella. Para la suegra de Laura, y para el propio
Bermejo, la vida era una batalla que había que ganar, y no valen los matices,
las medias tintas, hay que estar por encima del enemigo para poderle vencer. De
ahí esa clara agresividad y sobre todo esa censura sentimental…
Bermejo se había censurado tanto, se había puesto tantas barreras
para protegerse del enemigo, que ya no tenía amigos, ni siquiera conocidos, y
por supuesto esa fue la causa de la huida de Laura…
Pero eso no podía quedar así, su madre le enseño que en la
vida hay que quedarse siempre por encima, hay que vencer las batallas, que uno
puede estar herido, pero hasta que no destruye la fuente de su dolor no cumple su
misión.
Como un león herido, Bermejo había buscado al negro Simón y
a su Laura del alma, por todo Madrid. Tenía noticias de que habían dejado La
Habana, para instalarse en Perales.
Bermejo tenía tatuada en su alma dolorida la última
conversación con su esposa:
– Diego; lo siento mucho, no quiero hacerte daño, pero
tampoco quiero sufrir más.
- ¿De qué estás
hablando Laura? Exclamó Bermejo, sin tener ni idea de lo que estaba pasando.
- No entiendes nada,
Diego, ni siquiera esto…
- ¿De qué coño estás
hablando?
- No te has dado
cuenta de que durante mi estancia en la Habana he descubierto la felicidad, por
primera vez en nuestros veinte años de matrimonio me he sentido mujer…
- ¡Vaya, me alegro mucho Laura!.
- Lo que pasa que tú no has tenido nada que ver en mi
descubrimiento.
- No te entiendo Laura.
- Te lo diré claramente, pues ni siquiera eres consciente:
No te quiero, no siento nada por ti…He conocido a alguien que me ha devuelto a
la vida. He decidido quedarme en la isla con él.
El inspector, hundido en la miseria, y con su incapacidad
para expresar emociones sólo se le ocurrió exclamar:
- ¡Pensaba que eras feliz!
- Eso es lo peor: que no te has dado cuenta de lo que
pensaba en todos estos años, esto es lo malo.
- Adiós Diego; te deseo que tú también seas feliz…
- ¡Laura!, ¡Laura!.
La dama revitalizada por la experiencia isleña, se alejó con
descaro haciendo caso omiso a los lamentos y llamadas del inspector.
- Inspector: Se trata de una pareja asesinada cruelmente en
el Jardín: un hombre de color de unos cuarenta años y una mujer blanca de unos cincuenta,
acribillados a tiros. Parece que el móvil no es el robo, han dejado todo
intacto. El forense sugiere que el móvil ha sido pasional. Un dato importante
es la mutilación genital del varón, y la disección de los labios de la señora:
¿Qué piensa jefe?:
- ¡Que alguien ganó esta batalla!.
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